Juan José Chaux Mosquera, exgobernador del Cauca, murió de un aneurisma cerebral.
Homenaje de la “Crónica de Gardeazábal” a quien llama «el último de los hidalgos payaneses».
“EL ÚLTIMO HIDALGO
Hoy será el funeral de Juan José Chaux Mosquera.
Era sin duda alguna el último de los payaneses que conservaba y daba demostraciones de atesorar las costumbres y actitudes de aquellos hidalgos, coetáneos de Cervantes, que se asentaron en Popayán e hicieron de su endogamia un código y de su generosidad y nobleza de alma una concesión que heredaban a sus descendientes para que aprendieran a ver el mundo como una de sus idealizaciones.
Chaux era un hombre culto que todavía creía en el poder de la palabra y como resultó un estupendo orador y tenía empaque de antiguo señor buen mozo de Castilla, mirando todo con la altivez de sus ojos verdes agua marina, fue un éxito doblegando féminas y consiguiendo votos entre guambianos o paeces o entre negros de Puerto Tejada o de Guapi.
Fue dueño de una biblioteca que físicamente asombraba, pero que intelectualmente se la había bebido con el mismo placer con que devoraba platos criollos o caldos espumosos que los parientes adinerados le traían desde las cavas de Burdeos.
Frentero como pocos, era devoto de la claridad en la política y a quienes tendió el brazo o les negó el apoyo, terminaba siempre acogiéndolos con el perdón o la magnanimidad de su racionalismo cartesiano.
Estuvo al lado de Pete y de Piñacué, los más connotados indígenas, fue congresista liberal enérgico y gobernador de su departamento a nombre de los liberales, pero los dos atentados dinamiteros que le pegaron los guerrilleros y el secuestro de que fue víctima del ELN, lo acercó por lo práctico y tangible al uribismo.
¿Qué secuelas dejaron los atentados en Juan José Chaux Mosquera?
Los estallidos también le dejaron baldado su corazón y, aunque se lo remendaron una y otra vez, él lo siguió nutriendo con ilusiones y glotonerías como cualquier hidalgo de El Quijote.
Cometió la equivocación de su vida por ser generoso con los suyos y fue a la cueva de los demonios a negociar la libertad de un cuñado sin más herramientas que su labia imperecedera y sin tomar precauciones frente a la historia voluble de este país de cafres.
Durante 14 años vivió acusado, pero no juzgado por haber sido hidalgo hasta con los demonios y ahora, al morir solo le recuerdan el error, no sus aciertos protuberantes y su nobleza de espíritu,
Tampoco rememoran que fuese sobreviviente de esos atentados dinamiteros que lo llevaron a volverse adicto al oxígeno los últimos años de su vida para no dejarse vencer con su corazón averiado ni tan poco abandonar a Popayán.
Le va a hacer mucha falta a su ciudad y a su departamento. Y será un inmenso hueco que no podremos llenar quienes perdimos a un contertulio magnífico, a un amigo generoso, al último de los hidalgos payaneses.