El arzobispo Manuel Antonio Arboleda Scarpetta fue un hombre adelantado para la iglesia colombiana del siglo pasado.
Pero también fue un hombre “poco ortodoxo”, según la “Crónica de Gardeazábal”, para www.rutanoticias.co:
“EL ARZOBISPO ARBOLEDA
“Mañana, en la Casa Museo de Luis Eduardo Ayerbe en Popayán descubrirán un óleo del más curioso e inolvidable arzobispo de esa ciudad, que he estudiado y usado como personaje de la última de mis novelas.
Impedido como estoy de salir del autoconfinamiento que me he decretado, he pedido que lean estas palabras allí:
El arzobispo Manuel Antonio Arboleda Scarpetta fue un caso muy especial dentro del mundillo hidalgo de Popayán.
Como era hijo huérfano de don Simón Arboleda, pero su madre era Scarpetta y además había nacido en Cartago, y no en la ciudad blanca, se salvó de la cruel estigmatización endogámica porque su tía María Ignacia Arboleda, la viuda del general Tomás Cipriano de Mosquera, lo crió bajo su tutela y dicen que advirtió desde temprana edad sus capacidades de aprendizaje, y le disimuló sus ideas raras y su inteligencia desbordante.
Fue la misma vivacidad a borbotones que le reconocieron sus docentes en el seminario de Popayán para enviarlo a Paris a ser educado por los lazaristas en San Sulpicio.
Allá debió haber ingresado, como varios de sus compañeros a la masonería y logró establecer los nexos con los curas esotéricos que después va a traer primero a la Escuela Apostólica de Santa Rosa de Cabal en 1895 y finalmente al Seminario de Popayán, cuando en 1905 lo nombran su rector.
Tenía entonces 35 años y dos años después es nombrado arzobispo para suceder a monseñor Caycedo.
Legendario por su sed de lecturas.
Por el conocimiento que tuvo de divinidades de otras civilizaciones y por su apasionamiento por las lenguas muertas, forjó con esos curas franceses que trajo desde las entrañas del esoterismo una verdadera escuela, poco ortodoxa hay que decirlo, pero que llevó a algunos de sus integrantes a ejercer la levitación, el movimiento de objetos por fuerzas mentales y a convocar las fuerzas ocultas sin ofender la sacrosanta dignidad vaticana ni dejar de leer libros que seguramente estaban señalados en el Índice.
Dura 16 años como arzobispo y durante todos los días de ese episcopado lucha contra una malaria que le atormentaba desde joven y le había averiado las funciones hepáticas, la que le sirvió para disimular el uso de sus peripecias espirituosas y de los brebajes indígenas y de estudiar y aplicar, sin ofender las tortuosas miradas popayanejas, la sapiencia de las costumbres aborígenes.
De profunda mirada, rescatable tanto en sus fotografías de principio del siglo XX como en los óleos que lo recogieron, ejerció poderes terrenales, proyectó al bugueño Maximiliano Crespo Rivera como su sucesor y sembró la semilla que en 1915 iba a traer a estas tierras mías el padre Nemesio, su discípulo, hermano de mi abuela materna. Ha sido a través de sus libros y de sus cartas y de la tradición oral que dejó esparcida en boca de ese cura de pueblo, que terminé hurgando los procederes e influencias del arzobispo Arboleda y entronizándolo en alguna de mis novelas.
Traer entonces su recuerdo hoy a la Casa Museo de Luis Eduardo Ayerbe es abrir nuevamente los toriles del coso esotérico que el entenado de doña María Ignacia Arboleda le abrió a la historia de esta ciudad.
Ojalá al hacerlo no abran la Caja de Pandora de sus brujerías y más bien sea apenas otra ilusión satisfecha de la Dulcinea del Toboso que todavía pasea por Popayán.