Cristhian Agudelo tiene una mezcla extraña en la sangre. Es un contador de historias con su cámara. Y un narrador de vidas con sus escritos.

Es hijo de Henry Agudelo, uno de los reporteros gráficos antioqueños que formó el mejor grupo de fotoperiodistas de Colombia en las tres últimas décadas. Y periodista.

Esa cualidad le permitió a Cristhian Agudelo recoger dos momentos de su vida y fundirlos en una crónica excepcional.

Fue el regreso de su abuelo a casa y un acto tan sencillo como motilarlo, por su hijo Henry, y posteriormente el mismo acto de amor de Cristhian Agudelo hacia su padre.

“Mi abuelo en el Espejo” nos recupera con la vida, con la fragilidad de ella, con las memorias de los mayores, que se vuelven tan infantiles, y con los actos de amor que está generando esta cuarentena.

“Mi abuelo en el espejo” hace parte de “#HistoriasEnCuarentena #PasaLaHistoria proyecto narrativo abierto de Cristhian Agudelo y Róbinson Úsuga Henao y amigos. Y quienes quieran participar, pueden contactarlos en agudelobolivar@gmail.com o robinson.periodista@gmail.com

Este es «Mi abuelo en el espejo»

“Cuando al abuelo se le incendió la casa vivió durante tres semanas en la nuestra. Hacía meses que no lo veía. Me había distanciado a causa de algunos desencuentros familiares y el temor a ser una posible víctima de la criminalidad de su barrio.

Olía a carbón cuando llegó, estaba un poco chamuscado y tenía la piel de las manos desgarrada.

La señora que lo cuidaba, al conectar la plancha, había generado, sin querer, un corto circuito en la habitación contigua a su dormitorio. El fuego se propagó rápidamente y ella, en medio de la angustia y la desesperación, lo había tomado con fuerza por los brazos para sacarlo hasta un lugar seguro.

A pesar de todo fue un feliz reencuentro. Durmió en mi habitación, mi tía, mi papá, mi hermano y mi madre lo cuidaban. Caminaba por la casa, me pedía que le pusiera El Chavo y capítulo tras capítulo se reía a solas frente a la pantalla. Le enseñé a tocar la batería.

Tocamos juntos en un concierto improvisado y aplaudido por mi madre y mi tía quienes también bailaron. Era una rutina pasiva y sencilla aunque por momentos difícil, como la de quien debe tener a un niño siempre entretenido.

Por suerte solo se incendió la habitación del abuelo y él preguntaba a diario cuándo podría volver, que si ya lo íbamos a llevar, que yo era hijo de quién. A sus 94 años algunos de sus recuerdos se habían esfumado inevitablemente y su mente le impedía por momentos dimensionar la magnitud de los hechos en pasado, presente y futuro: que los tíos estaban reparando y pintando la habitación, que debía esperar a que la casa se ventilara y que estaba pendiente de una operación de una hernia que se postergó a causa de su actual estado de salud tras el incendio.

Una mañana desperté y a través del espejo del baño vi que mi padre lo estaba motilando y afeitando… Fui por la cámara. Ya le había hecho otras fotos pero este momento era único. Ver a don Henry atendiendo al abuelo, pasando las cuchillas de la barbera con ese cariño y esa delicadeza por su rostro. Era como si progenitor y primogénito hubiesen cambiado de papel.

Pensaba en la fragilidad del tiempo, en la levedad de la vida misma que se pasa tan rápido y que de repente nos pone en escenarios nunca imaginados pero a la vez maravillosos. Pensaba en la fortuna de tenerlo en casa y de registrar ese momento que quizás sería el último para los dos.

Cuando se incendió el hogar del abuelo habría sido imposible imaginar que al año siguiente lo que estaría en llamas sería el mundo y la ciudad: una pandemia mundial amenazaría la salud humana en el planeta, especialmente la de los más viejos, y gruesas capas de humo se instalarían en Medellín, no solo por nuestra producción doméstica de carbono: también por los incendios en otras partes del país.

Volvimos a nuestras casas a resguardarnos y a convivir: mi padre, mi madre, mi hermano y yo. Ya van varias semanas. A pesar de todo es un reencuentro agradable. Observo a mi padre a sus 60 años caminar en las mañanas, cocinar, sentarse frente a su cámara y observar por la ventana. A veces se ríe a solas y se emociona con lo que acontece a distancia y con lo que captura.

El mundo afuera parece derrumbarse y nosotros conversamos sobre cómo van las cosas, sobre hasta cuándo van a durar. Tiene miedo. Con ese pesimismo que a veces lo caracteriza, me dice que es evidente que las cosas están duras y que se pondrán peor, que la sobreinformación y mala información de los medios lo tienen cansado y abrumado, que solo quiere estar tranquilo y pensar en algo feliz.

En estos días desperté y se estaba motilando y afeitando solo en el baño. Le ayudé, lo trasquilé un poco pues definitivamente me va mejor con la cámara que con la barbera. Nos reímos a carcajadas con mi hermano y mi madre que recién se habían despertado también.

Y justo allí me acordé del abuelo y de él. De esa foto que alcancé a tomar y que hasta el momento es la última que tienen juntos. Pensé en la fragilidad del tiempo y de la vida misma que se pasa tan rápido y que de repente nos pone escenarios nunca imaginados pero a la vez maravillosos. Pensé en la fortuna de tenerlo en casa y de registrar ese momento que quizás sería el último para los dos. Saqué mi celular y disparé.