Gardeazábal reflexiona hoy en sus crónicas del enchuspado sobre el tiempo, que valía más que el oro, o casi igual, antes de la pandemia del coronavirus, y ahora pareciera significar que los afanes no eran necesarios.

En su crónica, Gustavo Álvarez Gardeazábal señala que el tiempo «no era dios, ni nosotros sus esclavos».

Estas son las crónicas de enchuspado, de Gardeazábal para Ruta Noticias:

“Por estos días de especial encierro, de mucha gente quedándose en sus casas mirándose las caras y dejando pasar el tiempo, han resonado las advertencias de nuestra formación judeo cristiana sobre el manejo del tiempo. “No pierda el tiempo” nos decían desde niños.

“Aproveche el tiempo porque el tiempo es oro”, nos repetían con más énfasis. Probablemente porque en una estructura genética heredada de donde vengamos, competir para ganar se volvió la herramienta de las sociedades y el manejo del tiempo la estrategia para obtener el mayor rendimiento y conseguir la maldita ventaja por la que civilizaciones enteras se han matado.

O quizás porque la noción de conseguir los mejores resultados en el menor tiempo posible se institucionalizó hasta volverse indispensable en la vida de los seres humanos.

Se puede vivir despacio ?

Por alguna razón que los filósofos de antaño deberían escudriñarnos por estos días, el tiempo había terminado por ser el nuevo dios que reemplazó a los de las religiones.

Hasta que llegó el corona virus 19 y nos mandó a encerrarnos para que entendiéramos que el tiempo si se puede perder, que los afanes no se necesitan, que no es la velocidad con que se recorre la mayor distancia.

No hemos necesitado que nos expliquen la teoría de la relatividad que Einstein proclamó hace 100 años con visión increíble.

Sin tener que hacer mediciones espaciales para demostrarlo, el corona virus 19 nos hizo entender lo que los científicos venían tímidamente afirmando desde hace un tiempo: que el tiempo es apenas una impresión del ojo humano.

Lo que pasa es que lo deificamos y lo volvimos obviamente intocable, obligatoriamente asumible sin necesidad de tener un reloj suizo antiguo que midiera las horas o un digital que mide las microdécimas de segundos.

El tiempo regía nuestros actos. El tiempo nos aseveraba nuestra existencia. Mientras mejor lo manejáramos más éxito tendríamos en la vida. Controlarlo era nuestra meta. Subyugarlo era la ambición del bebé que se toma velozmente el tetero o del adolescente que quiere graduarse en la universidad antes de ir al bachillerato.

Pero llegó esta peste y las 24 horas resultaron escasas para unos o abundantísimas para otros  en  solo 40 días de quietud.

Como tal, entonces, nos hemos dosificado en la capacidad de protestar, no hemos salido a la calle a reventarnos pero sobre todo perdimos el afán de vivir.

Tal vez cuando volvamos a tratar de reencontrar el ritmo de vida que anteriormente llevábamos, podremos entender que el tiempo no era dios ni nosotros sus esclavos eternos. Y, sobre todo, que también se puede vivir despacio”.

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