Reseña de la novela CASA DE FURIA de Evelio José Rosero:

«El rococó se caracterizó por haberle infundido al arte una alegría descomunal, abriéndole espacio al humor, a la gracia y   al erotismo ligero.

Su carácter era festivo, pero fue recargado en la decoración de los ambientes que describió en la pintura o en la escritura pese a que fueron luminosos y entusiastas.

Hasta la semana pasada, casi nadie se acordaba de esa manera de manejar el arte, pero por estos días apareció la última novela de Evelio José Rosero en Alfaguara y se desbordó inescrupulosamente el rococó.

Pretendiendo parodiar o caricaturizar una fiesta de la burguesía ascendente, en casa de un magistrado de la Corte, lleva al extremo la localización y descripción de personajes y situaciones consiguiendo desbordar al más grotesco estilo kitch mientras demuestra que de vicios y procederes de la burguesía el autor no ha tenido tiempo en su vida de asomarse a conocerlos para poderlos remedar.

Rosero se ha caracterizado por ser un excelente narrador. Cayó en excesos y doblajes cuando se metió con la carroza pastusa de Bolívar, pero patina al extremo de la ridiculez con esta novela CASA DE FURIA, pues no alcanza a ser   expresión del arte horroroso de las performances que espantaron el arte de las galerías, pero se devuelve sobre sí misma para convertirse en empalagosa.

¿Qué piensa Gardeazábal de la novena Casa de Furia?

En esta novela entran a la misma fiesta los Mercedes Benz del magistrado o la mula de arriería del pariente menos o más bandido de los allí reunidos.

Hay asesinatos por doquier y sin razones lógicas o al menos evolutivas para ser disculpadas en la narración. Hay violaciones insensatas y sin ningún gusto, menos por placer. El dueño de la fiesta sale despavorido de ella para ser secuestrado a la vuelta de la esquina sacrificando la verosimilitud.

En las mesas se sirven viandas tan ordinarias como la lechona, el ron y el aguardiente, al lado de caviar y champan barato.

En las habitaciones y bibliotecas atosigantes de madera repujada se esconde a las hijas borrachas o arrechas, en los aposentos se codean el arzobispo con el mafioso de mala cuña, se oye música arrabalera y se confunden escoltas atropelladores con sirvientas ninfómanas.

Hay empleados traídos de las fincas y choferes de toda la vida que más parecen salidos de una casa de espantos.

En fin, hay tanto y tan en demasía de tanta cosa que hasta la habilidad narrativa de que ha gozado Evelio Rosero a lo largo de su productiva existencia como el novelista que deleitaba, se pierde en el fango de lo inverosímil y lleva la novela a ser en determinado momento ilegible así sea pantagruélica o simplemente una montonera de muy mal gusto.

Gustavo Álvarez Gardeazábal