El Placer de leer se perdió en el maremágnum de la modernidad y en la “incomunicación” de internet, se lamenta Gardeazábal al narrar como poco a poco la palaba escrita pierde más y más espacio entre los hombres:

“La escritura, que comenzó en tabletas de arcilla en Babilonia y dio en Egipto el gran salto al papiro, y permitió por más de 3 mil años conservar la memoria del hombre en la tierra, se está difuminando con la misma velocidad con que se pierden la comunicación verbal y el placer de leer.

Desde cuando el internet  se empotró como herramienta básica en las pantallas que reemplazaron la vocalización de las palabras, la lectura obligatoria de los textos redactados a las carreras en el teclado de los aparaticos inseparables se volvió un reemplazo de las palabras expresadas bucalmente, y de los textos impresos en el papel a donde evolucionó el papiro egipcio.

El placer de leer ha ido entonces desapareciendo de igual y vertiginosa manera. El absurdo manejo medioeval de la pandemia del corona virus está acelerando la muerte de la satisfacción que daba el sentarse a leer un libro, un periódico, una revista.

Usted que está oyendo por spreaker, por youtube o por wasap esta crónica del enchuspado hace parte de la inmensa mayoría que prefiere ya el texto oído y no integra la minoría que lee mi página facebook/gustavoagardeazabal/ o las ediciones digitales de JuanPaz.net o de Occidente.co.

¿Es Gardeazábal un dinosaurio en peligro de extinción?

Yo, que soy nieto de un librero de pueblo que hizo de la lectura de sus conciudadanos el escaso poder económico con que contó para levantar su numerosa familia.

Y yo, que desde 1965, cuando publiqué “Piedra Pintada” he ido escribiendo en promedio un libro cada tres años y durante todos estos 55 años  he conseguido millones de lectores en español o en mandarín, en italiano o en alemán, en inglés o en rumano. Yo, que aprendí a leer y escribir con precocidad, cuando apenas tenía 3 años, usando un carbón vegetal y una tabla vieja de la cama del tractorista de El Porce.

También yo que me he pasado tal vez la mitad de mi vida leyendo y la otra hablando o escribiendo. Yo, metido desde el 20 de marzo en la prisión domiciliaria con la que castigaron a los viejos por el imperdonable delito de haber cumplido 70 años.

Y yo, Gustavo Álvarez Gardeazábal, autor de “Cóndores no entierran todos los días”, un libro que se lee, se estudia y se vuelve a leer después de 50 años de haber sido escrito. Yo, me siento un dinosaurio en vías de extinción y pienso que cuando salga de este atropello miserable decretado por los mocosos que nos gobiernan, no solo no encontraré ni la mitad de las librerías que existían en febrero, sino que “Los sordos ya no hablan”, mi novela sobre  la tragedia de Armero antes que volvieran mito a Omaira, y que ya exhibe editada Unaula, no va a tener ni quien la lea porque aunque se cumplen 35 años de esa estupidez, de pronto ya no habrá  quien la venda.

Nos tocó sin duda ser testigos, y actores, del comienzo del fin de lo que se llamaba el placer de leer