Cóndores no Entierran Todos los Días es uno de los mejores retratos de la violencia del país en los años 50.

En Pasto, bajo sus frías noches, Gardeazábal escribió Cóndores no Entierran Todos los Días, en www.rutanoticias.co su historia:

“Hoy hace 50 años llegué a Pasto, era el 23 de agosto de 1970. Estaba recién graduado en Letras y había aplicado a un aviso que salió en El Tiempo buscando un profesor de humanidades para la Universidad de Nariño.

Mandé mi curriculum y me aceptaron. No debió haber más ofertas.

Pasto era entonces un rincón perdido de Colombia donde pocos querrían ir a trabajar. Para llegar por tierra costaba más de 12 horas desde Cali. Por avión se llegaba (se llega todavía) a un portaviones en Chachagüí desafiando los abismos por tres de los cuatro costados que lo rodean. Todo allá, en ese momento, era otro país. Aun existían las cofradías en las iglesias, las indias orinaban en las calles y los odontólogos eran inalcanzables por lo que los muecos abundaban.  

Pero en medio de ese frio canicular, Pasto tenía un encanto que me cautivó. Los alumnos, los profesores, la gente generaban un calor humano particularísimo que no he podido borrar de mi memoria. Llegué a vivir en el Hotel Morazurco, recién inaugurado y después alquilé una casa en el barrio Las Cuadras donde viví los tres años más felices de mi vida. 

Allí, mirando por la ventana que daba al patio, oía correr el río Pasto y por las que daban a la calle miraba a la mole del Galeras en el horizonte. Fue el marco de mis ensueños. 

¿Qué premio Nobel alabó a Cóndores no Entierran Todos los Días?

Y en esa casa y en el cubículo que me dieron en la ciudad universitaria de Torobajo, escribí “Cóndores no entierran todos los días”. Desde mi apartado de correos 965 en las oficinas de Avianca, a media cuadra del parque principal, mandé la novela a participar en el Premio Manacor para que la leyera un jurado que presidía el premio nobel Miguel Ángel Asturias. 

Allí recibí en septiembre de 1971 la carta que me comunicaba que había sido el ganador. La felicidad se compartió y el maestro Ignacio Rodríguez Guerrero, que me honraba recibiéndome en su casa atiborrada de libros, organizó un homenaje a la más antigua usanza para que asistiera desde el gobernador hasta el rector y a manteles todos hicieran parte del galardón.  

Probablemente si no hubiese vivido esos años en Pasto, en tamaño aislamiento y lejos de los obstáculos que en Cali siempre me pusieron, no habría escrito esa novela.  

Hoy, 50 años después de haber llegado a la Universidad de Nariño, con patillas de prócer, pelo largo a lo jipi y estricto vestido de paño y corbata como mandaba la tradición universitaria, pero colgando de mi hombro una guambía de cabuya, hoy, añoro esos días.

Y a tantos que me hicieron posible aquella felicidad, comenzando por Roke mi amante de entonces y terminando por Mercedes, la fiel empleada, a quienes la muerte como a muchos más ya se llevó.